Peter Kürten (El Vampiro de Düsseldorf)


Foto ©: http://bit.ly/1CUSXzd
     Muchos años después, no pocos recuerdan con cariño o con melancolía su infancia lejana, cuando su padre les llevaba a ver la feria o correteaban felices con su mascota entre risas y ladridos. Peter Kürten no.

     El Peter niño no podría hablar de años felices porque la felicidad, de sentirla, tendría un significado completamente distinto que para el resto de los mortales. El niño Peter sufrió toda clase de abusos de su padre alcohólico. Un padre que obligaba a su madre a desnudarse y mantener relaciones sexuales frente a la mirada, en tiempos atónita, en tiempos asqueada, en tiempos curiosa y en tiempos indiferente, de sus doce hijos. Un padre que acabó en prisión por abusar de su hija. Todo un ejemplo. Al menos así debía pensarlo Peter, porque él también violaba a menudo a sus hermanos pequeños. En cuanto a las mascotas. Lo más cerca que estuvo del trato amable con ellas fue mientras miraba, fascinado, cómo su vecino golpeaba a los perros que criaba. Luego, él mismo los utilizó como compañeros sexuales.



     La carrera delictiva de Peter Kürten comenzó cuando, jugando con otros niños a orillas del Rhin, empujó a un compañero a una balsa. Otro niño se lanzó a salvarle, pero cuando se acercaron a la orilla Kürten golpeó a ambos en la cabeza causando la muerte de ambos por ahogamiento. Todos pensaron que había sido un desafortunado accidente. Kürten pensó que la jugada le había salido bien. Kürten tenía nueve años.

     Kürten nació el 26 de mayo de 1883, por lo que, si no fallan las matemáticas, tenía apenas 12 años cuando en 1895 su familia, y él con todos, se traslada a Düsseldorf. Por entonces ya practicaba la zoofilia con todo tipo de animales, desde borregos a cabras, perros o cerdos, acosaba a sus compañeras de clase y abusaba con frecuencia de sus hermanas. Tal vez todos agradecieron que, dos años después, Kürten se marchase de casa para vagar sin rumbo fijo. Por toda ocupación, ejercía de asaltante de caminos, golpeando y robando a las jóvenes que se encontraba si el momento era propicio.
     Sin embargo, el alivio duró poco. Peter regresa a los dos años y encuentra trabajo como aprendiz de moldeador, el mismo trabajo que su aborrecido padre. Estaba escrito que no iba a durar mucho. Cometió un robo que lo obligó a huir al verse perseguido.
     Kürten encontró en Coblanza, donde se refugia, una compañera de juegos. Se trataba de una prostituta sin ningún tipo de pudor sexual que practicaba actos sexuales violentos, perversiones y sexo sucio. Probablemente, Kürten aprendió mucho de ella pero, sobre todo, se desinhibió. Su aprendizaje le ayudó a extender fuera del ámbito familiar las prácticas que más deseaba llevar a cabo.
No pudo hacerlo, sin embargo, hasta 1899, cuando salió de prisión, a donde había llegado por la comisión de otro robo. Lejos de servirle de lección, su reclusión le incitó a ir más allá. Así que engañó a una campesina de Grafenberger prometiéndole dinero a cambio de sexo, conduciéndola hasta un bosque cercano y practicando sexo con ella. En medio del orgasmo, comenzó a estrangular a su víctima y los espasmos de la mujer volvieron a reactivar la excitación y el placer. Apretó más. Y más. Durante más tiempo. Ya no se detendría hasta dejarla inconsciente.
     Kürten continuó su carrera delictiva habitual, con robos, hurtos y otros pequeños delitos que le valieron alguna condena. Se alistó en el ejército, pero la disciplina castrense, como la laboral, no era para él. Prefirió desertar y seguir viviendo del latrocinio, al que sumó una nueva afición: incendiar granjas para deleitarse con el olor de la carne quemada de los animales.
     Kürten no dejaba de incorporar nuevos delitos a su currículo. Parecía gozar ideando nuevas maneras de hacer el mal. Incluso cuando le detuvieron –de nuevo- en 1905 por otro robo y le condenaron a siete años. En el hospital de la prisión, se dedicó a envenenar a los otros presos. No tenía fin. A su salida, en 1912, violó a una sirvienta, acosó a las camareras de un restaurante y disparó contra el camarero que quiso evitarlo. Así era Kürten.
     La primera víctima mortal de Peter Kúrten no llegaría, sin embargo, hasta 1913. Se llamaba Christine Kelin y apenas tenía 13 años. Christine dormía en su casa plácidamente. Sus padres no estaban. Kürten merodeaba por el exterior pensando en la mejor manera de entrar a la casa para robar. Se dieron cita, en definitiva, todos los ingredientes que conducían a vivir la ocasión perfecta para delinquir. Cuando Kürten descubrió a la niña en su habitación, se quedó contemplándola, mientras volvía a sentir en él el deseo y se estremecía con el placer que le prometía el destino. Buscó un cuchillo. Tapando la boca de la niña comenzó a acuchillarla, sin contemplaciones, con varias puñaladas. La sangre comenzó a brotar a borbotones de su cuello y él comenzó a beberla, deleitándose en su sabor y en los espasmos del cuerpo de la niña. Después, introdujo sus dedos en la vagina de la niña y sorbió los jugos que manaban de ella.

     
     Kürten no terminó allí. Tal vez se sintió como un artista ante su obra maestra. Tal vez sólo fue un gesto de narcisismo incontrolado. O de desafío a la policía. El caso es que, con la sangre de la niña corriéndole aún fresca en los dedos, dejó sus iniciales en un pañuelo.

     Pero Kürten podía seguir confiando en su suerte. Pocos días antes, el padre de Christine había discutido con el tío de la niña. Una discusión límite en la que el familiar amenazó y prometió que iba a hacer algo de lo cual el padre de Christine se acordaría toda la vida. Kürten leía los periódicos. Seguía, probablemente con deleite y satisfacción, cómo los testimonios y las circunstancias se iban confabulando contra aquél hombre, cómo era detenido y juzgado finalmente por el asesinato de su sobrina y cómo le absolvían por falta de pruebas aunque, seguramente, ya nunca volvería a mantener la misma relación con su hermano.
Kürten estaba desatado. Con un hacha, Kürten atacó a 22 personas en las calles de Düsseldorf, excitándose cada vez que veía manar la sangre de sus cuerpos. Le detuvieron, sin embargo, por intentar violar a dos mujeres. Pasó en la cárcel la Gran Guerra y fue liberado en 1921, mudándose a Altemburg y casándose con una exprostituta a la que mantenía como sirvienta, más que como esposa. Trabaja, entonces, como conductor de camiones, pero viste bien y se cuida la piel de la cara con polvos faciales.
     Volvió a Düsseldof en 1925 y con su regreso renació el vampiro. Atacaba, violaba y mataba a niñas y jovencitas, quemaba granjas, practicaba la zoofilia. A Rosa Ohlijer, de ocho años de edad, la apuñaló trece veces con unas tijeras quemó su cuerpo con gasolina tras beber su sangre. En 1929 mata en febrero a una niña de ocho años; en agosto a una niña de cinco años, la entierra y manda a un periódico el mapa del emplazamiento de su tumba; en noviembre mata a dos hermanas, de cinco y catorce años.
     En 1930, Kürten estrangula a María Budlick, una empleada del hogar, tras engañarla para acudir con él a un bosque cercano, Grafenberger, donde la agredió y la violó. Sin embargo, tras el orgasmo, Kürten perdió interés por su víctima y, tal vez creyéndola muerta, la abandonó. Pero Budlick no estaba muerta. Fue esta mujer la que proporcionó a la policía un retrato robot de Kürten quien, al ver su retrato en la prensa, cuenta a su esposa lo sucedido, disfrazándolo de travesuras y episodios poco importantes, permitiendo, así, una vez vencida la impresión y el miedo, que la esposa acabara denunciándole a la policía. Se acabó la suerte del Vampiro. Kürten fue apresado.

     A Peter Kürten le condenaron a nueve penas de muerte. Una por cada uno de los asesinatos considerados probados en el juicio, aunque él confesó haber matado a muchos más y haber cometido un total de 79 delitos. La sentencia también le menciona como autor de 7 tentativas de homicidio y al menos 80 agresiones sexuales. Murió a las seis de la mañana, ajusticiado con la guillotina que se instaló en el patio de la prisión de Klügelpüts, en Colonia, el 2 de julio de 1931, poco antes del estreno de la película de Fritz Lang que se basaba en su biografía. La leyenda cuenta (y algunos autores lo dan por cierto) que antes de morir preguntó a su verdugo si, una vez cortada su cabeza, permanecería consciente el tiempo suficiente como para escuchar “el ruido de mi propia sangre saliendo de mi cuello”

Comentarios